martes, 16 de junio de 2015

Nieves Viesca "La Mancha" relato publicado en la Voz de Espejo, Diario La Verdad



 La mancha
El día que murió Mercedes, inesperadamente nació la mancha. Ésta amaneció con el alba, en el cielo de nuestra habitación. La vi desde la cama, justo al despertarme: ladeada, mirando un poco hacia la izquierda, como si su presencia revitalizara parte de aquel techo pintado de azul, a modo de cemento y desolación.

Sin meditar la causa de estos sentimientos, confieso que, por unos segundos, me sentí reconfortado. La mancha sólo era círculos, células de líquido neutro. Me dije: «Pepe, después de todo, esta noche aún no has dormido solo».
La verdad es que, el fallecimiento de mi esposa, apenas ocasionó modificaciones en el rítmo de mi vida. Casado y sin hijos, el hogar se mantuvo a las mil maravillas con María, nuestra asistenta de siempre. En cuanto a mi mundo laboral, llegaba por la mañana a la oficina con la puntualidad reservada a los relojes suizos. Después, sin apenas tiempo de lamentaciones o fatigas, el día entero se me iba emulando la actividad de la hormiga obrera. Después de un par de meses, me ofrecieron un ascenso. Para celebrarlo, no se me ocurrió nada mejor que la renovación total de mi vestuario: «A tomar viento -me dije-, el fondo del armario». Y sin más, desaparecieron de mi vista todos los jerséis, camisas, pantalones… excepto mis viejos zapatos, imprescindibles para caminar en cualquier ocasión.
Por aquel tiempo, nada hacía imaginar que estos cambios en mi existencia serían tan meticulosamente observados por cuantos me rodeaban. Yo, el típico individuo poco importante, lento como un caracol soñoliento y aburrido, lo mismo que un domingo de lluvia y sin siesta, de la noche a la mañana me transformaba en un ser festivo e imaginativo, igual que los dibujos de una felicitación. Estos detalles hicieron que me convirtiera en el blanco de los comentarios:
       -¿Has visto a Pepe?
       - ¿A qué Pepe?… ¿Al soltero o al viudo?…
Entretanto, la mancha ya se había extendido lo suficiente como para acercarse hasta la cabecera de mi cama. Con ojos de búho, yo me abstraía con aquel manantial de espacio negro, curvo, mohoso, que día a día se adueñaba del temple de la pared. Con absoluta libertad, la mancha subía, trepaba, se retorcía en su camino con velocidad pasmosa. Cada noche me hacía eco de este dominio en silencio y  llegué a perder horas de sueño escudriñando cada grieta, cada fisura, cada nuevo resquicio formado sobre el yeso y el hormigón.
La dantesca figura me internaba en una selva, en un follaje de melancolía, en una brecha de palpitación; en un espacio lindante, en gracia y esmero, con la tristeza de la estancia. En uno de estos recorridos creí contemplar en la mancha una glorieta florida y, dentro de la misma, el rostro saludable de Mercedes. Al verla, me vi como una roca. Ni tan siquiera pensé: sólo vagaron por mi mente imágenes de fortuna y bienestar.
Nada más lamentable para mi persona que este hecho. Porque tal como el alba anuncia la mañana  o la solidificación de la lluvia la llegada del invierno, de igual modo yo, pregonaba la noche. Y así, en constante pugna por arrancarme la congoja que se apoderaba de mi ser, hice cuanto pude por exprimir la parte confortable de la vida: practiqué varios deportes, me entretuve coleccionando minerales y chucherías, acudí a todo tipo de fiestas y reuniones, y me engañaba con la torpeza de quien espera engañar al tiempo si retrasa los relojes.
Pero fue más tarde cuando descubrí la verdad. Porque no sería válida esta historia si no les mencionara lo que me sucedió con Rémora. A Rémora la conocí en una fiesta y recuerdo que su presencia me produjo vértigo. Ella era como una semilla de son, un baile caribeño. Olía a regaliz, a caramelo de licor y llevaba el calor del trópico en los poros. El relieve de su melena, larga y trenzada como una red de pescar, con voluptuosidad me rozaba en un hombro.
Estreché su mano y en el contacto comprendí que aquel aroma de néctar  llegaba  tarde. La duda, el ansia y el miedo me dominaron y retrocedí o me fugué hasta la mancha, hasta la glorieta florida, hasta las manos de Mercedes con el recuerdo de sus dedos transformados en hilos de miel.
Como una libertad sin canto, recuerdo que experimenté compasión por Rémora y por mí. Una compasión paralela a un dolor que estrangulaba. Estrangulaba hasta el punto de ahorcarme el cuello con una soga de espasmos a modo de carcajadas. Porque la verdad era que aquel estado de ánimo me obligaba a reír a reír y a reír hasta el llanto. Curiosamente, cuanto más reía más me ahogaba. Era igual que uno de esos peces de colores en urna de cristal que, asfixiado nada pesadamente y sin coordinación.
De madrugada, llegué a la casa ebrio. Tambaleando, fui directamente hasta la pared donde respiraba la mancha. Anhelaba ser absorbido o fijado por ella. Deseaba sobrevivir en la cal o más bien permanecer en Mercedes. Golpeé la pared con los puños y se despertó un olor a mugre y humedad. Lo inhalé con gusto. Era oxígeno. Uf, oxígeno, Uff, vida, UHF oxígeno, UHF vida....
No sé cuanto tiempo transcurrió. Estaba tumbado y, cosa rara, no esperaba nada aceptando el hecho de que mi ánimo había muerto. De pronto me sentí irritadísimo, como no lo había estado en mucho tiempo. Los razonamientos nacían sin cesar: era evidente que yo existía, ¿no? , y por lo tanto tenía derecho a divertirme, recorrer el mundo y enamorarme. ¿Enamorarme?... Quedé inmóvil. A mi alrededor nació el espanto de una oscuridad. Era igual que si me hubiera quedado ciego, sordo y mudo. Exasperado, con atisbos de locura, deseé con todas mis fuerzas la destrucción de la mancha. ¡Cómo la odiaba! La odiaba, sí, la odiaba con estremecimiento, la odiaba con amor.
      -¡Vivo, todavía no me he convertido en un cero!- aullé.
Estaba claro. Había llegado la hora de terminar con todo aquello: hablaría con el representante de la comunidad de vecinos para exigirle que, sin más tardanza, llamara a capítulo a los propietarios del piso de arriba para que, de una vez por todas, repararan las cañerías. Pero al punto comprobé consternado que a la mancha le nacían dos ojos y una boca a modo de reproche, y que la arcilla de la pared se tornaba sepia, igual que una fotografía cuando el tiempo no permite imaginarla de otro color.
En la madrugada, caminé sin rumbo. “Debo irme lejos, un poco más lejos”, razonaba. Pero sólo sentía el abismo del confeti que, arrojado desde el mirador se desploma sobre el pavimento en lunares de colores.
Ahora tengo miedo; no olviden que debido a la torpeza del otro día es posible que, de un momento a otro, algún vecino, pintor u operario llame a mi puerta y me plantee repentinamente una cuestión de pintura que no estoy dispuesto a resolver. Tal posibilidad me pone nervioso. A veces tengo pesadillas. Me asalta la idea de que mis vecinos quieren enterrar la mancha, la pared con fruto, la finura de la cal, el tacto del hormigón y el color ocre de la arcilla. ¡Basta!, no lo consentiré. Presiento que detrás de algún ladrillo, todavía queda un suspiro aunque ya no fluya el aire.
Hundido en el sillón, cada noche contemplo la mancha. Me habla. Habla y lo hace sin temor, libremente, penetrando por mi vida con un dominio de perfidia y silencio. Yo, sin mover un músculo, espero, con impaciencia espero… Porque, verán ustedes, el día que murió Mercedes, inesperadamente nació la mancha. Ésta amaneció con el alba, en el cielo de nuestra habitación. Y desde ese instante, ya no sé si es Mercedes, quien no puede estar dormida sin mí, o bien soy yo, quien no puede tener sueños sin ella.

                   (del libro Metamorfosis del sentimiento)

No hay comentarios: