martes, 29 de septiembre de 2015

Felicitamos a Nieves Viesca, por su publicación “Melodía urbana” en La Voz De Espejo

Felicitamos doblemente a nuestra socia Nieves Viesca, por su publicación “Melodía urbana”, el miércoles, 23 de septiembre, en el Diario La Verdad, en La Voz De Espejo.


MELODÍA URBANA 

 Sólo melodía usábamos para arrancar unas míseras monedas al prójimo y a la vida. Con ellas, mi dueño se inyectaba mortífero polvo blanco y yo, su instrumento musical, su flauta, continuaba representando aquella absurda razón de ser. Tocábamos siempre en plazas urbanas, hermanadas todas entre sí por su parecido estético: llevaban la siembra del frío y duro asfalto, el silencioso permanecer en bancos y farolas, el ciego y mudo cable de la luz. Tenían la huella del árbol preso, domesticado, urbano al fin, que en perfecta formación trataba de sobrevivir al diario transitar de las gentes, gentes perdidas entre edificios ambiciosos en altura. Gentes perdidas entre miradas distantes, indiferentes, como distante e indiferente era el mirar de las reposadas estatuas, reinas advenedizas de unos parques transitorios donde a nadie parecía importarle lo de nadie, ni tan siquiera nuestra latente música de vivir. A veces, nos llegaba la risa o el juego de un niño, el lamento de un anciano, el frenar brusco de un coche... pero siempre de lejos, muy de lejos.

Conocer a mi dueño supuso, en los primeros momentos, una gran decepción. Al verle, me sentí envuelta en desgracia: su aspecto era duro, descuidado, con cabellos largos y desgreñados, pantalones ajustados mostrando una excesiva delgadez, playeros sucios, gastados... toda aquella imagen me dio mala espina. Yo, ambiciosa soñadora, creía en la posibilidad de pertenecer a una distinguida agrupación instrumental, siendo tratada por un experto flautista que supiera valorar la delicadeza de la madera noble con sus justas aleaciones de metal, como corresponde a una flauta de primera; lucir este dulce timbre musical ante un auditorio experto y, en las gratas horas de descanso, ser metida en una delicada funda de terciopelo para mi correcta conservación.

Pero al instante comprendí que todo eso sería imposible. Del nuevo dueño sólo podía esperarse el frío callejero, la lluvia solitaria, el vacío más desolador. Por las noches dormiría dentro del forro de su cazadora de cuero, oyendo constantemente los latidos del corazón, acogidos, por mi parte, con la molestia que se acoge a quien diariamente golpea nuestra puerta a la hora gratificante de la siesta.

No entendía aquella absurda forma de conducirse: el correr constante detrás de los bolsos de las ancianas, el frenético hurgar dentro de los contenedores, la búsqueda desesperada de un alimento cruel que, a través de sus venas, le sumía en un trágico balanceo de sueños, al abrigo de pensamientos dolorosos, de realidades amargas, sin admitir nunca su aciago despertar, su cada vez más empequeñecida dignidad humana, su existencia.

Y, sin embargo, no sabría decir de qué manera llegué a él. Tal vez ocurrió con el contacto diario de su labio inferior apoyado en mi embocadura, o con el aprisionar delicado de los dedos sobre mis orificios que, sin darme cuenta, comencé a formar parte de su estructura, encadenándome a aquella base viva, para formar parte de un proceso donde el diario sentir acababa convirtiéndolo en verso flotante de ordenado compás, de un delicado recogimiento, de expresión sin palabras. Lograba arrancarme sonidos elevados, dignos del más ilustre artista, interrumpidos apenas por el tintinear de las monedas o la socorrida plegaria: «¿Una moneda, señora?... Señor, ¿Una moneda?...».

Y ya el enigma de esta alma suya se descubrió para mí. Deseaba tanto vivir, seguir viviendo, que no se acordaba para nada de la muerte. Creía que ésta nunca sería para él. Pasara lo que pasara, se inyectara lo que se inyectara, sólo podía hacer una cosa: aceptar y seguir. Seguir, siempre seguir, con la cruz elegida, con el camino erróneamente marcado, pero seguir, con valentía seguir, siempre seguir viviendo.

Hasta que cierto día le enmudeció de aflicción el alma por los reflejos del cuerpo. Éste, se pasaba el día sudando, temblando, escupiendo agonía por los ojos, engendrando brutal energía por el pecho. Le asaltó entonces, por primera vez, la duda de si vivía muriendo o moría viviendo. Con inesperada desesperación buscó la casa familiar: los padres, los hermanos, los vecinos que le vieran nacer... Llamó a sus puertas pero no le contestaron. Oía las añoradas voces como quien oye el eco de la montaña. La calle de la niñez, de repente, se vistió para él con el vacío, con el abandono de quien no posee, con la nada más fría de la más fría plaza urbana.

Los meses siguientes fueron terribles. Asaltaba comercios por las noches para mortalmente endeudarse cada mañana. A veces me acogía con dulzura, pero no acertaba a llevarme a la boca. Consumía los días tirado en una esquina cualquiera de una calle cualquiera, hasta que las ansias de vivir volvieron a ponerle en pie. Con macabra desesperación, me hizo entonces sonar una y mil veces, sin descanso, pero ya mi timbre de voz no era dulce ni extraordinario. Sólo era una dantesca pantomima, como su figura, incapaz de mantenerse en posición horizontal. Y danzaba entre las gentes con rostros de cera, con ojos de prisa, con semblantes inaccesibles. ¡Qué agonía! ¡Estar y no ser visto, tocar y no ser escuchado, participar del bullicio aislado, siempre aislado! Cada vez que arrancaba una nota de mi cuerpo, el aire parecía musitar: «Señora, ¿le importa si vivo?... A usted, señor, ¿le importa si muero...?».

Aquella noche fue más fría aún que las anteriores. Caía una fina capa de lluvia envuelta en granizo. Mi dueño se preguntaba, antes de inyectarse la muerte, qué maravilloso sueño había logrado que Hamlet permaneciera inmortal, sin haberlo sido Shakespeare, y qué devastadora realidad había conseguido que el cuento de Caperucita Roja no tuviera razón de ser: ya no existía peligro, el lobo había desaparecido, no podía infundir temor porque estaba casi exterminado.

Con una mueca me acercó a su boca. Esta vez fui yo quien le arrancó del espíritu el último aliento de vida, el más crecido, el más amado, el que llega hasta los confines del horizonte. Y es curioso comprobar, ahora que no escucho los latidos de su molesto corazón, cómo mis orificios se han convertido en insondables pozos negros de cuyo fondo brota una melodía viva, muy viva, urbana, muy urbana, con una insaciable sed de seguir, siempre seguir, seguir viviendo.

 Nieves Viesca

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